Si se hiciera una encuesta entre los aficionados a las narraciones de Edgar Allan Poe, sobre cual de todas sus creaciones es la más excepcional, una abrumadora mayoría respondería “El Cuervo”. Bueno, pues no conozco a nadie con menos de treinta años que se haya leído “El Cuervo” en este país. No me refiero a que a los jóvenes no les interese la obra de Poe, sino que los que se hayan acercado a ella lo habrán hecho en vano. ¿Por qué? Pues es muy sencillo: por los traductores de hoy en día.
Hay una larguísima serie de calificativos que muchos de ellos merecen (como por ejemplo: “malditos hijos de colipoterra”) pero me voy a abstener de enumerarlos, ya que pienso invertir todo ese tiempo en escribir la ÚNICA traducción (he revisado decenas) en español que merece realmente la pena, realizada por Julio Gómez de la Serna hace más de cuarenta años. Más adelante pondré el original en inglés.
Que disfrutéis:
EL CUERVO
Una vez, en triste medianoche,
Cuando, cansado y mustio, examinaba
Infolios raros de olvidada ciencia,
Mientras cabeceaba adormecido,
Oí de pronto que alguien golpeaba
En mi puerta, llamando suavemente.
“Es, sin duda -murmuré-, un visitante…”
Solo esto, y nada más.
Recuerdo el mes helado de diciembre;
Una a una, las ascuas moribundas
Forjaban su espíritu sobre el suelo.
Deseaba con ansia la mañana,
Buscando entre mis libros un consuelo
A la doliente pérdida de la virgen Leonora,
Que es así por los ángeles llamada.
Sin nombre aquí, para siempre.
Me estremeció el crujir de las cortinas
De púrpura y de seda, y un espanto
Jamás sentido paralizó de pronto
Mi corazón. Y yo me repetía:
“Algún tardío visitante ruega
La entrada, en la puerta de mi estancia
En mi puerta golpea un visitante:
Es esto y nada más.”
Reanimada mi alma y sin más dudas,
“Señor-dije-, o señora, si no,
Vuestro perdón sinceramente imploro.
Pero es que dormitaba, y la llamada
Vuestra fue tan leve, que apenas
Supe si había oído tal llamada.”
Abrí entonces la puerta por completo;
Tinieblas, nada más.
En lo oscuro atisbaba con ahínco.
Temor, asombro y dudas me invadían;
Soñaba sueños que ningún viviente
Oso nunca soñar. Todo seguía
Envuelto en el silencio y en la calma.
Una sola palabra murmuraba,
Y el eco, aquel “¡Leonora!”, murmuraba.
Solo esto, y nada más.
Volví a mi estancia; ardía mi alma entera.
Pronto se oyó de nuevo la llamada,
Pero esta vez más fuerte, más cercana.
“¿Será -dije- ese ruido en la ventana?”
Semejante misterio he de explorar,
Calmando el corazón; ese misterio
He de explorar, repito, en las tinieblas;
El viento es, nada más.
Abrí el postigo, y con gentil revuelo,
Entró entonces un cuervo majestuoso,
Como en los santos días del pasado.
No me hizo reverencia, ni siquiera
Un minuto vaciló. Con prestancia
De dama o varón noble, se posó
En el dintel, sobre un busto de Palas…
Allí quedó posado, y nada más.
Con su grave decoro el feo pájaro,
Como el ébano negro, mi tristeza
En sonrisa trocó. Y yo le dije:
“A pesar de tu cresta desollada,
Cobarde no eres, ciertamente, cuervo
Torvo, espectral, errando por el margen
De la noche Plutónica. ¡Revélame tu nombre!”
El cuervo dijo: “Nunca más”
Atónito quedé por la respuesta
Tan rotunda del ave desgarbada,
Respuesta inoportuna, sin sentido;
Mas convengamos que ningún mortal
Haya nunca gozado la fortuna,
De tener sobre un busto, en el dintel
De su puerta, un pájaro posado,
Con un nombre como este: “Nunca más.”
El cuervo solitario, desde el busto,
Una sola palabra pronunció,
Como si su alma fluyese en vocablo.
Calló después, inmóvil el plumaje.
Yo apenas susurré: “Otros amigos
Volaron ya. Cuando despunte el alba,
Este me dejará sin esperanza…”
El ave dijo entonces: “Nunca más.”
Estremecido estaba por la calma
que truncara su rápida respuesta.
“Sin duda –dije-, son esas palabras
Las únicas que sabe y ha aprendido
De un amo desdichado a quien persigue
El desastre fatal, y cuyo canto tenga este estribillo triste:
“Nunca más, nunca más.”
Pero el cuervo seguía e incitaba
Mi alma a la sonrisa todavía.
Un sillón puse, frente al busto, al ave;
Y hundido en almohadón de terciopelo,
Mi mente encadenaba fantasías,
Pensando en lo que el ave desmañada,
Fea, flaca, siniestra, a entender daba
Croando: “Nunca más.”
Sentado meditaba. La mirada del pájaro
Quemaba mi corazón.
Recliné la cabeza en el cojín
Que la luz de la lámpara embebía,
Deleitada en el suave terciopelo,
Pero ese cojín color violado
Ella no ha de oprimir ya más,
¡ah, nunca más!
Se tornó el aire denso y perfumado
Por invisible incienso. Balanceaba
El incensario un serafín; se oían
Sobre el tapiz mullido sus pisadas. Grité:
“¡Miserable! ¿Te ha prestado tu Dios
o el nepentés, te envía con sus ángeles?
¡Bébelo, olvida ya a Leonora!”
El cuervo dijo: “Nunca más”
“¡Profeta –dije-, ser nacido del mal!
¡Profeta, sí, o pájaro, o demonio!
Si el tentador te manda, o la borrasca
Te arroja a nuestra orilla desolada
Pero impávida, a la desierta tierra
mágica por el terror,
dime, yo te lo ruego, ¿hay bálsamo en Galaad?
El cuervo dijo: “Nunca más.”
“¡Profeta –dije-, ser nacido del mal!
¡Profeta, sí, o pájaro, o demonio!
Por ese cielo que en lo alto se comba,
Por ese Dios que tú y yo veneramos,
Di a esta alma triste si en el Edén distante
Abrazará a la doncella santa
A quien los ángeles llaman Leonora.”
El cuervo dijo: “Nunca más.”
“¡Que se esta palabra la señal,
Pájaro o espíritu diabólico,
De nuestro adiós! ¡Retorna en la borrasca
Y al borde de la Noche Plutoniana!
¡No dejes pluma negra como prenda
De tu mentira! Mi soledad respeta,
¡quita de mi pecho tu pico, tu forma de mi puerta!
El cuervo dijo: “Nunca más.”
El cuervo, inmóvil, sigue aún posado
sobre el pálido busto de Atenea,
encima de la puerta de mi estancia;
sus ojos son de un demonio que sueña.
La luz sobre él mi lámpara derrama
Proyectando su sombra por el suelo.
Y mi alma fuera de esa flotante sobra,
¡nunca más se alzará!